A las 2:35 de la tarde se reportó la primera diarrea en el Adonia. Todavía estábamos en el puerto. Cinco minutos después llegó otro caso, y a la media hora los servicios médicos y sanitarios del barco estaban desbordados. Y el papel sanitario agotado. La cagalera se había convertido en pandemia, y las autoridades del crucero le plantearon el asunto al primer secretario del Partido en Santiago de Cuba para ver si se podían llevar los casos más agudos a los hospitales locales, pero el hombre se negó de plano. Dijo que hacía muy poco la ciudad había padecido de un brote similar de diarrea, producto de unas arepas venezolanas conque se sustituyó el casabe oriental, exportado a Bolivia para mezclar con la coca, que se mandaría a Venezuela con miras a su exportación hacia Europa. Un negocito albo como el ALBA.
– Lo más que puedo hacer por ustedes es enviarles una remesa de Granmas y Juventud Rebelde para suplir la escacez de papel sanitario -dijo el secretario, y al rato llegaron tres camiones Zil cargados de materia prima desechable. Mientras, el capitán mandaba una alerta a la Compañía Carnival en El Doral de Miami, para que dos barcos con cañones de agua le esperaran mar afuera, a fin de limpiar el Adonia antes de atracar en tierra. No era cosa de regresar en olor de santidad patria a la meca del exilio. Y también, una nueva provisión de bombillos, pues los del Adonia habían desaparecido misteriosamente.
No sé si todo comenzó con la supertortilla que se reventó el chef Waldo con los huevos de aquella heroína emplumada guantanamera, o el vaso de prú oriental que insistió acompañara el plato, como complemento exótico. Imagínense esos estómagos americanos de hamburguesas, french fries, Kentucky chicken, coca cola y mash potatoes enfrentados a la devastación del prú. Una bomba fue lo que cayó en los epigastrios yanquees cuando esos canutos de jaboncillo, bejuco ubí, jengibre, raíz de china y otros misterios fermentados en agua con azúcar y dejados reposar tres dias con tres noches a la luz de luna llena comenzaron a hacer efecto. La bebida, dicen, la inventó un oriental gago. “Pru, pru, pru”, aseguran dijo el tipo cuando vio a su primer cliente empinar con entusiasmo su quinto vaso del mejunje, queriéndole advertir tuviera Prudencia, que aquello era la madre de todas las bebidas.
Hay que reconocer que la tortilla del agente Waldo causó sensación. Cada uno de los 703 pasajeros repitió el plato, menos yo, que me limité a una medianoche y una cerveza Hatuey, cuya botella venía con la etiqueta de “donazione del popolo cubano il popolo americano”. Para animar un poco aquel embarrado ambiente, el capitán pidió al grupito musical de Pánfilo que tocara piezas del folklore cubano, y los cinco músicos, sin su director -que se había esfumado misteriosamente desde que llegamos a Santiago-, la emprendieron con entusiasmo. El quinteto se salvó del mal estomacal gracias a que todos rechazaron la tortilla y le metieron al churrasco en plena costilla.
“La la la, la ra la, la la la
Tengo un amigo bartender
que le dicen Cachirulo
saca el corcho a la botella
apretando mucho el cuuu…banito soy señores
cubanito y muy formal
vale más ser cubanito
aunque usted lo tome a mal.
No era la canción más apropiada para sortear con ánimo la crísis estomacal, pero los músicos la interpretaban con pasión. La gente, ajena a la buena música, corría de un lugar a otro con el Granma o el JR en la mano. Por mi lado pasó volando bajito, como si tuviera un cohete en el cuu…banito, la viejita del mojito, supuesta presidenta del CDR adoniano, con una hoja de periódico en una mano, la otra en el trasero, y la cara cenicienta como El Cuervo de Poe, repitiendo una y otra vez aquello de “never more, never more”.
Tuve poco éxito en vender las boinas del Chef Guevara. La gente del Adonia ya iba cargada de sombreritos de yarey y gorras de los Industriales, así que con mucha pena le devolví el saco casi intacto a Lorenzo, que me había ido a despedir al barco. No obstante, conservé una como curiosidad histórica.
La música, el aire marino, las tres cervezas Hatuey del popolo cubano, me tenían medio adormilado en la silla de extensión alrededor de la piscina, cuando siento que me sacuden el hombro. “¡Deja ya de joder, Pánfilo!”, dije entre sueños, con los ojos cerrados, pensando que el tipo de la jama eterna había regresado con sus cuentos de hambre impenitente. Pero nada, el hombre estaba en una de esas crísis de revelación alcohólica e insistía en besarme los pies, como si yo fuera el Santo Cachón o el Mesías de su salvación…..
-¡Papá! ¡Papá! ¡Despierta! Te vas a achicharrar al sol -decía mi hija, con una taza de café en la mano.- Llevas como dos horas durmiendo en ese columpio. Oye ¿y quién ese Pánfilo?
Me incorporé de un brinco. Fenris, mi fiel pastor alemán, dio un salto y dejó de lamerme los dedos de los pies. Hija y perro me miraban con caras preocupadas. Yo parecía haber regresado del otro mundo. Un mundo de fantasmas que fumaban puros y robaban huevos. ¿Todo fue un sueño? ¿Lorenzo Jamonada? ¿Waldo el Chef? ¿Mamerto Casasola? ¿Lulo Bullino? ¿Alberto el Nagüe? ¿La supertortilla? ¿Pánfilo?.
“Nunca más almuerzo un maldito plato de callos a la madrileña”, dije. Mi hija encojió los hombros y se fue con Fenris al jardín. El sudor me corría por los ojos y la nuca. Metí mi mano en el bolsillo en busca de los lentes, y di con un papel. Lo leí y quedé en trance. En letras de escolar sencillo se veía claramente lo que había escrito la mamá de Maceo, aquella capitana mandona del restaurante Casa Granda: “3 bitekes, 3 congrí, 3 totones, 3 ayaka, 12 atuei. $90 cuc, Mariana G”.
En el horizonte, los picos aún nevados de las montañas de San Bernardino comenzaron a oscurecerse.
Pablo de Jesús
San Diego, Julio 17/2016
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