Antes de que el Adonia partiera en la tarde hacia Santiago de Cuba, Waldo, el chef alemán del barco, me pidió le acompañara a comprar algunos ingredientes para su cocina. Habíamos hecho amistad desde que, de camino de Miami a La Habana, le enseñé que el secreto del buen mojito era no machacar las hojas de hierba buena, sino dejarlas reposar en el alcohol para que suelten su aroma y sabor. También le mostré como asar un pernil de puerco al estilo cubano, con naranja agria, sal, ajo y comino. El plato tuvo tanto éxito, que en La Habana Waldo atiborró de cerdo las neveras del barco, lo que redundó en un gran negocio para Lorenzo Jamonada. Compramos todas las existencias de naranja agria en los tres agromercados cienfuegueros que caminamos, pero la hierba buena se nos hizo más dificil. En el último, una señora salió disparada a buscar la aromática hoja y al rato regresó con un cargamento considerable. Por mucho que nos empeñamos, no quiso cobrar. “Sólo quiero que los compañeros se lleven una buena impresión de Cuba”, dijo la doña. A pesar de todo los fantasmas, moringueros y bisneros, todavía quedaba gente buena en la isla.
También le recomendé a Waldo que se llevara un quintal de yuca, otro de ñame, y dos sacos de frijoles negros. Al final no se llevó el ñame, porque dijo que ya en el barco teníamos bastante. A la salida del agromercado, se nos acercó un mulatico flaco que nos quería vender un saco de marihuana. También dijo tener “perico del bueno, del colombiano”, en paqueticos de medio gramo que daban para ocho rayas, y drogas sintéticas fabricadas por el movimiento de innovadores y racionalizadores cubanos.
Vi que a Waldo le brillaron los ojos de lujuria, pero le llamé a la cordura y le recordé que este era un viaje de pueblo a pueblo, y no de perico a perico.
El joven, que dijo llamarse Raúl pero le podíamos decir Lulo, insistió tanto que nos arrastró hasta una casa vieja, cuya puerta chirriaba como esas de las películas de misterio. En la oscuridad de la sala, una negra vieja, toda vestida de blanco, le daba cachadas a un tabaco mal torzido y apestoso, y nos seguía con su mirada desnudadora.
Lulo fue al cuarto y regresó con una maleta llena de bolsitas de marihuana y cocaína, paqueticos de flores de campana, pastillas de carbamazepina, parkinsonil, ketamina y hasta hachís.
-Pero si quieren algo más duro tengo incienso en polvo de cuatro tipos: Scooby-Doo, King Kong, La bailarina y Ojo de Diablo -explicó el mulato-. Todo esto se está consumiendo mucho en La Poma.
El chef Waldo pensó que el chico hablaba de pomadas y quiso comprar una para sus susurrantes hemorroides, pero le expliqué que la Poma no era un remedio para el ano, sino una droga llamada La Habana, que atraía a palestinos y guajiros como un bombillo mortecino a las mariposas nocturnas.
Cuando el alemán quiso saber cómo era eso de que los palestinos se mudaran de la Franja de Gaza a La Habana, Lulo nos interrumpió y preguntó inquieto: “¿Bueno qué? ¿Se despeinan? Miren que con este material se pueden embullinar varias veces”.
Ahora fui yo el que me quedé botado. Fue necesario que el Lulo me explicara que embullinarse es lo mismo que drogarse. La palabra nació del recipiente artesanal que se usa en las calles de La Habana para mezclar la marihuana con el polvo de la “piedra”, una mezcla de cocaína rebajada con bicarbonato de sodio, muy popular entre los jóvenes.
-El bullino se hace con una lata de refresco o de cerveza, ahí se mezcla todo, se enciende y se aspira el humo -dijo el muchacho.
Rechazamos las ofertas del Lulo, y a cambio le ofrecimos 10 dólares si nos llevaba con las provisiones al crucero. El mulato ni se lo pensó. Por el camino nos contó que lo de él con las drogas era un tema humanitario. Ayudaba a la gente a evadirse de sus problemas.
-Míster Bullino, eso soy -añadió, y soltó una risa desprejuiciada, mientras yo miraba por la ventanilla del auto a unos niños de uniforme escolar color vino, saltando a la suiza en la acera, despreocupados por crecer.
Por fin llegamos al barco con nuestros sacos de víveres. Le pagamos al Lulo 20 dólares en vez de los 10 prometidos y se fue más contento que si se hubiera embullinado. Nada más poner un pie en la cubierta y escuchar una conga santiaguera, me pregunté si los viejos músicos que animaban las tertulias del Adonia habían sido bendecidos por la magia de los tambores y la corneta china.
Un grupito de siete músicos había puesto a bailar a los pasajeros del Adonia. La viejita a la que derramé el mojito en el primer capítulo de esta serie, era la más divertida. Desde el estrado, alguien que conocía muy bien, dirigía la conga. Nada menos que el inefable Pánfilo, el hombre del grito tan famoso como el de Carlos Manuel de Céspedes cuando dio la libertad a sus esclavos en Yara: “¡Jama! ¡Jama! ¡Aquí lo que hace falta es jama!”.
Camino a Santiago, y botellas de ron mediante, Pánfilo me contó sus planes para aterrizar en la Yuma. Ya hasta tenía pensado un nuevo lema: “¡Obama! ¡Obama! ¡Aquí lo que hace falta es Obama!”.
(siga toda la zaga en el blog pablosocorro.com)
Pablo de Jesús
San Francisco, 19/6/2016
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