A las tres de la tarde ya estaba a punto de matar a Lola. Le dimos un aventón en el kilómetro 25 de la Autopista Nacional, y a lo largo de los otros 155 kms hasta Aguada de Pasajeros no había parado de darle a la sin hueso. Alta, delgada, de unos 30 y tantos años, cuando se enteró que yo era turista del Adonia se abrió de plano. Dijo haber sido profesora de marxismo en un Preuniversitario en el campo, pero quedó cesante cuando el General echó por el escusado a Marx, Lenin y toda la tropa comunista. Le pregunté si aún creía en el comunismo y soltó un “¡Solavaya!” aterrador, mientras se persignaba. Una vez más comprobé aquello que dijo Ronald Reagan: “comunista es el que ha leído a Carlos Marx, y anticomunista es el que lo ha entendido”.
Lola nos confesó que cada semana viajaba a La Habana a vender quesos y barras de guayaba, pero mucha veces la policía le confiscaba los productos y entonces, para no regresar con las manos vacías, se ponía a hacer la calle en las afueras de los hoteles, esperando cazar un punto que le resolviera la noche.
-¡Yo sólo estoy luchando mi yuca! -se lamentó en tono compugido, y mirándome insinuante añadió:- Voy a tener que vender dulce de papaya.
Lola movía la lengua a 48 cuadros por segundo. En las dos horas que duró el trayecto nos había hecho la historia completa de su vida, la de su familia, sus vecinos y hasta de las dos puercas, Nena y Fefa, que criaba en la bañera de su apartamento de micro, y las que no se atrevía a sacrificar porque ya eran miembros de la familia. “¡Hasta un puesto tienen en la mesa!”, dijo. Cuando por fin se bajó en la cafetería El Buchito, en Aguada, hasta el Impala respiró de alivio.
Poco después enfilábamos por la Calzada de Máximo Gómez, hasta el mismo corazón de Cienfuegos. Lorenzo aparcó el carro en una calle secundaria y me dijo misterioso: “Quiero enseñarte algo. Pa´que te lo lleves de souvenir”. Abrió el maletero del Impala y lo que me mostró era digno de un museo de la Revolución. Apiladas, y envueltas en paños negros, estaban cinco espadas del Libertador Simón Bolívar, como las que Chávez le regaló al comandante; 12 machetes de Maceo y tres de Máximo Gómez; cuatro espejuelos de Allende; el último litro de leche de la finada Ubre Blanca, recordista mundial en producción de lácteos; un litro de leche de Rosafé Signé, el campeón de los toros canadienses y padre de Ubre Blanca; dos huevos gigantes de la famosa gallina guantanamera, puestos antes de que muriera por culitis rotus tras soltar la postura más grande del mundo; el pene disecado del primer cubano que se hizo un cambio de sexo; la vagina enlatada de la primera cubana que se hizo un cambio de sexo, tres maticas de moringa de las que cultiva el comandante en Punto Cero; un saco repleto con boinas del Chéf Guevara, y de colofón, unos sobrecitos con una materia oscura y sospechosamente pestosa, que según el Jamonada, es lo más solicitado por los turistas de izquierda: “Fragmentos del cerebro de Maduro”, explicó.
El Jamonada me aseguró que todo eso provenía directamente de la Casa 160, el lugar al fondo de Punto Cero donde se guarda toda la memorabilia del comandante, y que estaba autorizado a darme uno de esos regalos. Entonces la sospecha se convirtió en certeza: desde que puse un pie en La Habana era un objetivo de la Seguridad Cubana. Algo se traían entre manos. Escogí los dos huevos, y le compré por 100 dólares el saco de boinas del Chéf Guevara para vendérselas a los turista del Adonia y compensar un poco los gastos de este viaje loco.
Me despedí de Lorenzo y le prometí que haría todo lo posible por conseguirle la visa americana para que cumpliera su sueño de ir a hacer jamones a Miami. Empecé a caminar por el Boulevard de Cienfuegos, con los huevos en una mano y el saco al hombro. La gente me miraba. Pregunté por la dirección de la familia Rumbaut para ver si les intercambiaba las posturas por una de esas cajas de tabaco que se traían directamente desde Cabaiguán. Un bicitaxi se ofreció a ayudarme, pero le dije que primero pasáramos por el Adonia a dejar en mi camarote el bendito saco.
Desde el muelle de la terminal marítima Olimpia Medina, al atardecer de la bella Bahía de Cienfuegos, el Adonia era un charco de lucecitas de colores. Sus pasajeros andaban cumpliendo el programa educativo People to People en los cementerios de los alrededores; unos de visita en el campo santo de La Reyna, tan viejo, que cuando llueve y se inunda los vecinos se sientan a la puerta de sus casas para pescar a sus muertos. Otro grupo fue al cementerio Tomas Acea, Monumento Nacional, y algunos al de Santa Isabel de las Lajas para ver la tumba del gran Benny Moré. Se cumplía así al pie de la letra con el programa establecido: el turista tenía contacto con un people que de ninguna forma se quejaría de la revolución y sus dirigentes. Por suerte, y con lo dado que soy yo a que me persigan los fantasmas, pude escapar de esa parte del viaje.
Le dije al bicicletero me esperara, y dejé los dos huevos a su cargo mientras yo subía a mi camarote. Fue sólo cosa de cinco minutos, pero cuando bajé ni rastro del bicitaxi. ¡Adios a los huevos de Rumbaut! Frustrado, me fui a caminar por Cienfuegos, y a admirar sus bellezas naturales. La Perla del Sur es la ciudad de Cuba que más mujeres hermosas tiene por centímetro cuadrado. “Acá hasta las viejas están buenas”, me dijo una vez el Negro Espinosa, un fotógrafo con el que recorrí la isla en busca de reportajes en mis años en la isla.
En la noche, tendríamos un concierto en el Teatro Tomás Terry, donde los coros Canticos Novus y Cantores de Cienfuegos interpretarían obras clásicas como Mamá Inés, Manisero y Aquí el que no brinca es yanquee, del destacado compositor cubano Robertico Robaina. Además de escuchar la inevitable composición “Con Tuba y con Bidel, nuestra manera”, que colocó en lo alto del hit parade en los 80 un cieguito al que un dia se le perdió el bastón, y lo vino a encontrar en Miami.
Al dia siguiente, al mediodía, el Adonia partiría de Cienfuegos rumbo a Santiago de Cuba. Sentado en la barra del Hotel Jagua, disfrutando un mojito, zurcía recuerdos y escuchaba al Benny repetir “Cienfuegos es la ciudad que más me gusta a mí”, sin sospechar que aún me quedaban aventuras en el saco antes de abandonar la Perla del Sur.
Pablo de Jesús
Santa Clara (California) 6/11/2016
Comments