Lorenzo Jamonada era un tipo que no daba puntada sin dedal. Algo se traía entre manos, lanzándose desde La Habana hasta Santiago, y no precisamente a pie. Desde la acera de enfrente, y con el Impala aún echando humo, me hacía señas desperadas para que bajara. Parado en la terraza de la casa de Machito Pentón, el de la “Academia Pentón, donde se forja el futuro de Cuba”, veía al Gordo gesticular, como en esas comedias silentes antiguas, mientras escuchaba al ex oficial del Minint y al dominicano aspirante a cubano Alberto El Nagüe, explicarle al Chef Waldo como se hacían las ayacas orientales sin carne ni manteca.
-Compay, de milagro las ayacas acá llevan maíz -le decía Pentón al alemán, quien tomaba notas en su libretica de apuntes, mientras se daba tragos de un Caney 7 años hurtado de las reservas del Comandante en la Destilería Bacardí.- Pero tenemos un dicho: el que siembra su máiz, que lo venda al por mayor.
Yo aproveché que estaban distraídos, y en cuatro saltos bajé las escaleras de la terraza para verme con Lorenzo. El Gordo estaba más rubicundo que nunca, como una pintura de Botero en versión masculina.
-¿Qué bolá Jamonada? -le saludé de la misma forma en que Obama saludó a Cuba en su visita a la isla, dias antes del viaje del Adonia.
-¿Qué diablos haces ahí? ¿No sabes que ese tipo es informante de la seguridad?- me preguntó Lorenzo, con cara de asustado.
-¿Quién? ¿Pentón? Eso se ve a la legua mi Butifarra.
-¡No, comemierda! Waldo el chef, ese es el tipo del G-2. ¿Por qué crees que se te ha pegado todo el viaje?
-¡No jodas tú! ¡Ño! Aquí no se puede creer ni en tu abuela. ¡Ahora sólo falta que la vieja que bañé en mojito sea la presidenta del CDR del Adonia!
Lorenzo me miró de una manera significativa, y a mi se me estrujaron. Había olvidado que estaba en Cuba, donde hasta las palomas tienen micrófonos en el culo y camaritas de video en el pico.
-Bueno, a lo que vine. Recuperamos ésto -anuncio Lorenzo, mientras me extendía una caja de zapatillas Adidas. La sopesé, intrigado por el peso de aquellos “calzapollos”, como les llamaría Alberto El Nagüe, hasta que vi una expresión de susto en la cara del Gordo.
-¡Coño! ¡Cuidado! ¡No la menees así!- me advirtió.- Abréla pa que veas que es.
Yo también me asusté. Pensé en un artefacto explosivo, un arma química, o los análisis de orina de la abuelita del Gordo. Abrí la caja, y casi me caigo de espaldas. En el fondo, entre aserrín y envueltos en papel de celofán ¡estaban los huevos de la Guantanamera! Aquellas dos posturas gigantes de la gallina del Guaso, la que murió con patria pero sin ano, que Lorenzo me había dado de souvenir cuando nos despedimos en Cienfuegos, y yo pensaba regalar a la familia de un amigo periodista. Los huevos que el bicitaxista se había robado, mientras yo subía al Adonia a dejar el saco de boinas del Chef Guevara.
-Los recuperamos gracias al shit que tienen dentro -dijo el Jamonada, confundiendo en su mal inglés shit (mierda) con chip (circuito integrado). Pero va y no era tal confusión. ¿Y si era un control a distancia que me tenían el fantasmón de Blas Roca y su corte celestial de excomunistas arrepentidos?
-¿Y yo qué hago con ésto? En Cienfuegos se los iba a regalar a un amigo, pero acá hace tantos años que me fui que ya no conozco a nadie -dije, pero al ver la cara del agente Jamonada supe que allí había huevo encerrado.
-Dáselos a Waldo para que haga una tortilla, y procura que todos en el Adonia coman de ella -respondió el enviado blasroquiano.- A tí ni se te ocurra probarla. De alguna forma quieren parar la fiestecita ésta de los cruceros llegando a Cuba cada semana.
En ese momento, El Nagüe se asomó al balcón y nos vio conversando a Lorenzo y a mí. Le saludé con la mano, y le dije al Gordo que nos veíamos más tarde, en el muelle donde atracó el Adonia. Subí las escaleras de dos en dos, y luego de un último trago de ron, nos despedimos de Pentón.
-Regrese cuando quiera compañero, pa´tallar el asuntico ese de la inversión -dijo el ex-oficial del Minint.
Le aseguré que lo veríamos en el siguiente viaje, en dos semanas, y nos despedimos. No sé si fue el Caney, o la conversación con Jamonada, pero sentía una extraña desazón, y cuando yo me siento alterado se me hace un nudo en el estómago, que sólo se calma con comida. Le pedí al Nagüe que nos llevara al restaurante del Hotel Casa Granda, frente al Parque Céspedes. Muchos de mis reportajes nacieron en la terraza de ese hotel, mojados en ron o cerveza, y salpicados de los piropos que el fotógrafo Pablito Pildaín y yo regalábamos a las bellas santiagueras del lugar.
En el trayecto, Waldo quiso saber qué había en la caja de Adidas. Se la dí, y cuando la abrió y vio los dos enormes huevos, se le pusieron los ojos como platos. Le dije que era para que hiciera una supertortilla, y se alegró tanto que no se despegó más de los huevos. Los acunó como una mamá gallina.
En Casa Granda tuvimos que hacer una cola de 40 minutos hasta que abrieran el restaurante. Por suerte, El Nagüe conocía a la capitana, y previo toque de 10 dólares bajo mano, entramos los primeros al comedor de la vieja casona. A veces la suerte te cae del cielo en paracaídas, y otras hay que comprarla, como en esta ocasión, pues nada más se ocuparon las 12 mesas del restaurante, se paró la capitana, una negra imponente de pelito cuscús, y con voz de mando anunció: “¡Atiendan acá todo! ¡Hay cuatro bitekes, cinco pollo asaos y tre pecaos! ¿Quiéne son lo primeros?.
Tímidamente levantamos la mano, y al rato ya habíamos dado cuenta de los “bitekes’ de res (sí, de res), congrí, tostones y ensalada, y estábamos en los postres.
-¿Me puede decir que postre tiene, por favor? -le pregunté a la capi con mi mejor educación californiana, y la mujer casi me parte al medio con su mirada de Mariana Grajales, la mamá de Maceo.
-Caco e fraco -respondió.
-¿Eso es un dulce local, estimada capitana?, inquirí, y fue como si le hubiera echado sal a un lombriz o a un sapo. La mujer se retorció, abrió los ojos con mariánica fiereza, y plantada en medio del salón, me degolló con esta respuesta:
-Caco e pomo. Caco e guayaba compay. ¡Hate, hate el etranjero!
Salimos de allí como bola por tronera, sin probar el famoso caco e fraco santiaguero, luego de pagar yo la cuenta: 90 dólares por las tres comidas. Nos despedimos del Nagüe, tras darle una buena pasta por sus servicios. Waldo pensando en su tortilla gigante, y yo en las consecuencias que podría tener tal acto de lesbianismo gastronómico. Al dia siguiente partiríamos de Santiago de Cuba, rumbo a un Miami que ya extrañaba, pese a todos sus defectos.
(ver la serie completa en pablosocorro.com)
Pablo de Jesús
Los Angeles, Jul 10/2016
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