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LA HISTORIA ABSURDA DE COLORIN Y PAPÁ TIBURÓN – (cuento infantil para adultos truchas)

Míster Aguja se paseaba orondo por el fondo de la mar, con la gorra azul de los Yankees de Nueva York ensartada en su pico. A todos mostraba el trofeo que había capturado por las aguas del Fajardo puertorriqueño, con una extraña leyenda en su visera. Pese a su contentura, le molestaba no saber que decían esos dibujos, y buscaba con urgencia a alguien que se los leyera antes de que desaparecieran diluidos en el agua. Rememoró el dia cuando se la arrebató al gordito que se tiró al agua a rescatarla. “¡Gorramusa! ¡Gorramusa!”, gritaba desesperado el panzón. De aquel incidente, al pez le había quedado una fea cicatriz a un costado de la boca, allí donde mordió el anzuelo escondido detrás de un apetitoso camarón. “Estas cosas me pasan por gandío”, se reprochó Aguja.

Un día, que andaba muy contento paseando su Gorramusa por los cardúmenes de bonitos pegados a la costa, se tropezó con su amigo Don Chillo y le contó su problema. El pargo, que habitaba por las aguas de San Juan, le dijo que quien mejor podía ayudarle era Colorín, un pececito arco iris que vivía escondido en la barrera coralina de Cayo Coco, en la costa norte de Cuba. Había oído de otros peces que venían de esos rumbos, que Colorín conocía muchas de las costumbres de los hombres porque había vivido a cuerpo de rey en una inmensa pecera de agua salada en el yate de lujo de un tal Robert Vesco. “Bendiiito. Todo el dia mirando hombres, imagínate”, dijo Chillo, con ese cantaíto boricua y escupiendo por un costado de la boca. Aguja quiso saber quien era el tal Vesco y Chillo le contó lo que le contó una Tilapia cubana que hacía unos meses había llegado como balsera a Isla Mona.

-Dice que el tal Vesco era un millonario que hizo negocios con el Papá Tiburón de Cuba, quien después de sacarle toda la plata lo hundió con yate y todo en esos mismos arrecife de Cayo Coco -dijo Chillo castañeteando las aletas pectorales-. Su yate está enterrado justo en medio del pedraplén que une al cayo con la isla. Don Chillo gastó casí una hora explicando a Míster Aguja lo que era un pedraplén, un invento cubano que consiste en poner piedra sobre piedra para unir con una carretera la isla grande a los cayos adyacentes, aunque para ello hubiera que arrasar con todo el ecosistema marino de las inmediaciones. Al final, Chillo y Aguja convinieron en que era mejor ir a ver a Colorín para aclarar el misterio de las inscripciones en la visera de la gorra.

Y así fue como Míster Aguja, con Gorramusa ensartada en el pico, y Don Chillo, que previsoramente cargó con una mochila conteniendo una alcapurria y una banderita de su país, se hicieron a la mar para llegar a Cuba. Aguja saltaba y Chillo nadaba, hasta que llegaron al cruce de la calentita corriente del golfo, donde se le unieron en la travesía dos vivos que iban a la isla a ver si podían hacer ‘bisnes’: Mero Mero, el mexicano que tenía una pescadería en San Juan de Uluas, cerca de Veracruz, y Anguila, un español que se colaba por el ojo de una aguja, y que nuestro amigo de la gorra ensartada miraba con ojeriza.

Como eran turistas, no tuvieron problemas en la aduana, aunque los oficiales miraron con suspicacia a Don Chillo. Por suerte, las cosas habían cambiado mucho en Cuba y gracias a la Delfina, pargos, chernas y rabirrubias eran bien recibidos en la Isla de la Libertad. Con todo, el pez boricua tuvo que sobornar a los aduaneros con la alcapurria que había comprado en los cuchifritos de Luquillo. Lo que si no les dio fue la banderita boricua. Se la quería entregar personalmente al Papá Tiburón. décano de todos los depredadores de los mares. Don Chillo estaba afiliado al Partido Independentista Puertorriqueño y creía firmemente el cuentecito de que Cuba y Puerto Rico eran de un pez las dos aletas.

Encontraron la casa de Colorín muy facil. En la isla, todos estaban censados y se vivía en relativa seguridad pues la pesca de todo tipo estaba prohibida. Sólo el Tiburón y sus satélites parásitos podían salir a predar en sus aguas. Aunque estaba viejo y desdentado, ni una hojita de placton se movía sin que él lo autorizara. Finalmente, llegaron a casa de Colorín y comenzaron a llamarlo para que saliera. Pero el pececito, que de bobo no tenía una escama, seguía escondido no fuera a servir de aperitivo a tamaños visitantes.

-¿Qué querrán estos fucking men?, se dijo Colorín, que había aprendido a chapurrear un poco de inglés en su prisión de cristal en el yate de Vesco.

– Hey, Colorín, queremos hacerte una preguntita -dijo Míster Aguja con voz melosa, pero el colores ni se asomó.

– Joder Colorín. Que va y tenemos un antique entre las aletas y nos forramos macho -explicó Anguila.

– No te hagas el pinche, buey, que no te vamos a comer -espetó Mero Mero con su acento mexicano.- Sólo queremos que nos digas que dice esta chingadera de cachucha que Aguja tiene ensartada en el pico.

Aguja miró al mexicano extrañada, pues desconocía que lo que tenía ensartada en su pico también se llamaba de esa forma. “Gorramusa, Cachucha, tengo que memorizar esos cabrones nombres”, se dijo.

Costó Poseidón y ayuda que el pececito atendiera a razones, pues es conocida la apetencia de Aguja y Chillo por los peces pequeños de la barrera coralina. Al final, y picado por la curiosidad, asomó apenas la punta de su cabecita multicolor.

– What’s a matter with you?, dijo Colorín, remedando a Humphrey Bogart en su papel de Sam Spade en el Halcón Maltés, película que vio cientos de veces en el yate.

– Tíguere, queremos saber pa´que carajo sirve la Cachocha ésta -replicó Aguja, que se había pasado un tiempito viviendo en aguas dominicanas.

– Cachocha no, cachucha. Si serás menso guey -retrucó Mero al Cuadradado.

Pececito sacó un poco más la cabeza. En el pico de Aguja bailaba oronda una gorra de los Yankees de Nueva York, equipo del cual Colorín era fanático a morirse, como el dueño del yate zozobrado. Cuantas veces no brincó de alegría con los jonrones de Derek Jeter, los relevos perfectos de Mariano Rivera y los fildeos elegantes de Bernie Williams.

– Es una gorra de pelotero. De jugar béisbol -explicó el pequeñín, aún dentro de la cueva.

– ¿Y eso que és? ¿Una carrera de velocidad y saltos? -preguntó Aguja, refiriéndose al único deporte que había practicado en su vida.

– Eso se juega con un palo, al que llaman bat, y una cosa redonda que le dicen ball. Las reglas son very hard to know -replicó el pececito, sacando un poco más la cabeza.

– ¿Y que son estos signos extraños que tiene en esta parte?, preguntó Aguja, acercándole la visera a Colorín para que éste viera mejor.

El pez se puso las gafas, entornó los ojos porque igual los lentes no eran de su graduación, y tras leer lo escrito en la visera de la gorra dio un brinco y dijo: “¡Oh my God! What the fuck is this?”.

– ¿Que onda guey? -preguntó Mero Mero, inquieto por la reacción de Colorín.

– ¡Esta pringao el chaval éste! -saltó Anguila.

– ¡Mira, bendito! ¿Qué le pasa al nene éste? -brinco Don Chillo.

– ¡Asshole!, gritó Colorín.- ¡Esa es una gorra autografiada por el Duque Hernández, el chico de los Industriales que ganó tres Series Mundiales con los Yankees! -dijo sin aliento, soltando burbujitas de aire por la boca.

Aguja, Don Chillo, Mero Mero y Anguila se miraron sin comprender.

– ¿Y eso tiene valor? -preguntó el Míster dando un rodeo por detrás de Anguila, que nadó inquieta.

– Cualquier fan de los Yankees te paga una fortuna por ese souvenir -acotó Colorín.

De pronto, y sin previo aviso, una sombra vino desde arriba y se abalanzó sobre Aguja, que por reflejo dio un brinco al costado y salió pitando, haciendo que la Gorramusa se desengachara de su pico. Colorín se metió raudo en su cueva, pero el independentista Don Chillo y los inversionistas Anguila y Mero Mero no pudieron evitar la embestida y terminaron en la boca del desdentado Papá Tiburón, quien les dio alojamiento gratis en su estómago. El Jefe de los Mares soltó una ventosidad, que salió haciendo burbujitas a la superficie, y se echó a dormir allí mismo, en el fondo arenoso. Su hermano, el Tiburón Martillo, escoltado por un Cangrejo torpe y rudo, mandó a las Clarias de agua dulce a despejar la zona para que el viejo escualo pudiera hacer la siesta sin sobresaltos.

La gorra fue a parar al fondo del mar, enredada entre unos corales pétreos. De allí la rescató un caballito de mar que tomó camino de Miami Beach, donde dicen vive el pelotero que firmó la Gorramusa.

Seguir en el blog pablosocorro.com

Pablo de Jesús
Fajardo, Sept/2016

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