La reunión se estaba prolongando más de lo esperado. María Teresa, la directora de la escuela, ya no sabía que decir para mantener la atención de los oyentes. Todo comenzó el día que la profe Miriam protestó por la decisión de excluir a los maestros del derecho a la merienda escolar. Los demás docentes del plantel se sumaron a la protesta y aquello agarró tal vuelo que el director municipal de educación decidió reunir a todos los factores para discutir el asunto. Pero a último momento, el dirigente no pudo asistir porque se le presentaron “asuntos más urgentes que atender”, según su secretaria, que bien se calló de decir que su jefe se encontraba departiendo un sustancioso almuerzo en el restaurante El Gallo con unos visitantes del Ministerio nacional, que venían en plan de revisión y control.
Así que, en ausencia de un gran jefe, anunciaron la asistencia de otro dirigente del Poder Popular en plan sustituto.
—Bien compañeros, vamos a dar comienzo a la reunión y esperamos que durante el transcurso de la misma se incorpore el compañero Jesús, quien viene por el municipio a dar la orientaciones pertinentes —indicó la directora, ajustándose los espejuelos de pasta, que a cada rato se le deslizaban por el puente de su nariz hasta encajárseles sobre el labio superior.
Más que docente, María Teresa era un cuadro del Partido puesto al frente de la secundaria luego que la directora Prisca se evaporara en una de esas nubes gusaneriles que solían emigrar hacia el norte.
—El asunto que nos convoca es grave. Se trata de que hay ciertos profesores que reclaman ser parte de la merienda a los alumnos, privando a estos de un alimento básico para la jornada estudiantil —informó la directora.
—¡Madre mía! ¿Y todo este alboroto por un simple keke rompe dientes? —dijo bajito Miriam, pero no tanto como para que sus palabras provocaran un ataque de risa en los que estaban más cerca a ella.
—¡Silencio compañeros! Se trata de un asunto serio, pues aquí todos saben que los maestros deben traer la merienda de su casa.
—Pero María Teresa ¡un keke! —soltó la profe Lastra, una que nunca se mordía la lengua para decir lo que pensaba.— ¡Óyeme, si esos kekes hay que ablandarlos con agua para que bajen!
La directora se extendió entonces en una larga explicación de las calorías que tenía el keke para el crecimiento saludable de los alumnos, los futuros Hombres Nuevos con que contaba la Patria para las grandes tareas revolucionarias. Y así estuvo desvariando kekeces que fueron desde el madrugonazo que se tenían que dar El Vaquero y El Pescao, los dos panaderos del pueblo, para poner al horno los kekes, hasta la valentía de la pobre yegua Cuca halando el carromato que llevaría el keke a la escuela, contra viento y marea, así en la guerra como en la paz. Hubo risitas contenidas en esta parte del discurso, pues el pueblo quedaba a 100 kms de la costa más cercana y el último ciclón que lo afectó había sido 15 años atrás, cuando se llevó la mitad de las casas del Reparto El Sapo, allende al río, y la otra mitad las aterrizó con cachivaches y todo en la Loma de los Niños.
—Cuando llegue el compañero Jesús el explicará con datos y estadísticas el esfuerzo que tiene que hacer la Revolución para poner un keke en la merienda escolar —afirmó María Teresa.
Más risitas. Aquello estaba resultando más divertido que la Comedia Silente. La profe Carmen se mantenía seria. Ella había provocado el entuerto con su protesta, y no quería destacarse porque la directora la tenía entre ceja y ceja desde el día en que se negó a que le hicieran un mitin de repudio a su alumno Armenio, cuyo padre se había ido por el Mariel. Pero el keke era importante para ella. El que le tocaba, y otros que los muchachos no se comían por inmasticables, eran parte esencial de la alimentación de las gallinas que su esposo Roberto criaba en el patio, a escondidas de los chismosos del CDR.
—El compañero Jesús viene con indicaciones precisas sobre el tema. Algún asunto urgente lo habrá retrasado —acotó la directora
—Permiso compañera directora —pidió Miriam, y se hizo silencio en la sala. Todos sabían que ella había sido la protestona.— ¿Ese compañero Jesús es alias Platanito?
La reunión se vino abajo. Y se acabó allí mismo. Nadie iba a tomar en serio a un dirigente al que llamaban Platanito por su costumbre de vestir siempre de verde olivo y dar discursos disparatados. Como aquella vez que en un acto en el parque se paró en la tribuna para acusar al imperialismo yanque de todos los males del pueblo, incluso el que los niños a veces se quedaran sin merienda porque a El Vaquero y El Pescao se le habían quemado los kekes revolucionarios.
Las frases antimperialistas de Platanito aún recorrían el pueblo, desde el Reparto Blúmer Perdido hasta El Sapo:
“Y los americanos nos dicen comunistas porque le damos la salud gratis al pueblo! ¡Y nos dicen comunistas porque le damos el entierro gratis al pueblo! ¡Más comunistas son ellos, cojones, que están matando niños muertos en Viet Nam!”
Con la risa desbordándose por las ventanas del aula, los profesores empezaron a abandonar la reunión.
—¡No se levanten compañeros! El compañero Platanito, digo, Keke, eehh Jesús, ya está al llegar… —se desaforaba María Teresa, pero ya la gente salía desprendida rumbo a la cafetería, a ver si quedaban kekes de la merienda.
Miriam fue la última en salir, bajo la mirada furiosa de la directora. Ese día las gallinas de Roberto se quedarían sin kekes, ¡pero qué cuento tan sabroso tenía cuando llegara a casa!
©Pablo de Jesús
Enero 12/2019
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